Me siento obligado a
echar la vista atrás y hacer balance de los diecisiete años transcurridos desde
que entrase en vigor la Ley de Prevención de Riesgos Laborales en España. No se
trata sólo de mi deber como Coordinador del Consejo Provincial de Seguridad y
Salud Laboral de la FSP-UGT, sino como trabajador, o simplemente como ciudadano
que forma parte de la realidad social en la que vivimos y, por tanto,
trabajamos.
La evolución estadística de la siniestralidad laboral desde 1995 arroja
luces y sombras sobre el seguimiento y cumplimiento de la LPR. Si bien hay que
reconocer que el índice de incidencia de accidentes ocurridos en el centro de
trabajo en 2011 está más de quince puntos por debajo del año 95, el verdadero descenso no se produce
hasta bien entrado el nuevo siglo. En cambio, desde la entrada en vigor de la
Ley hasta 2001, la tendencia fue al alza hasta alcanzar cifras alarmantes.
Algunos achacan dicha dinámica a la propia estructura del mercado laboral del
momento -el sector con mayor siniestralidad es la construcción, buque insignia
de la economía española pre-crisis-. Personalmente, no puedo -ni quiero- dejar
de pensar que todos tenemos parte de la responsabilidad del drama. Desde el
empleador que ignora la ley, al empleado que se la toma “a chufla”, pasando por
las administraciones que tantas veces ni cumplen ni hacen cumplir la ley.
Quiero desmarcarme tácitamente de los que abogan por la guerra de
guerrillas, por el burdo espionaje y la sanción ejemplar. Es un nefasto
entrenador el que castiga a su equipo después de la derrota cuando no ha
preparado el partido durante la semana. Hablamos de cosas serias. “Drama”, dije
antes. Porque un accidente laboral no es otra cosa. En el mejor de los casos es
un trabajador cuya salud se resiente a causa de sus condiciones de trabajo. En
el peor, un hijo huérfano, una mujer viuda, una familia rota. Un accidente
laboral es un drama, algo que no debiera ocurrir nunca, como una terrible
inundación, o un terremoto. Con una diferencia de peso: podemos prevenirlo,
podemos evitarlo. Pero debemos hacerlo desde la educación y la
concienciación.
Cada día se habla, se discute y se debate -desde las escuelas hasta el
Parlamento- sobre educación religiosa, ética, moral, sexual y hasta para la
ciudadanía. Desafortunadamente pasamos por alto educar para una actividad
igualmente inherente a todo ser humano: el trabajo. Y es aquí, en la educación
y concienciación, donde insto a las administraciones a que hagan un esfuerzo
intenso y continuado en el tiempo para que la LPR deje de ser un mero
articulado con la noble pretensión de suavizar una estadística macabra, y se
convierta en una herramienta proactiva y eficaz para la consecución de su
verdadero propósito: garantizar la seguridad de las personas en sus centros de
trabajo.
No es una tarea fácil, ni exenta de un coste en recursos humanos,
materiales y financieros. Las administraciones, como organismos públicos y
centros de trabajo, tienen la responsabilidad de poner los medios que hagan
posible el objetivo de la LPR. Y por tanto, deben ser ejemplares en el
cumplimiento de la ley y en la difusión de la cultura de la prevención.
Estas líneas sintetizan no sólo mi visión personal y profesional de la
realidad actual de la seguridad y salud laboral, sino que también recogen el
sentir general de tantos compañeros trabajadores, que la Federación de
Servicios Públicos de la UGT Córdoba comparte, apoya y defiende.
ANTONIO LOPERA LEÓN
Coordinador General Provincial de Seguridad y Salud Laboral de la
FSP-UGT Córdoba.