Décimo
aniversario de su muerte
Carlos Fresneda |
Podría hablar de la curiosidad incorregible de Julio A. Parrado,
de su mirada de niño inquieto que se asomaba al mundo por primera vez, capaz de
descubrir siempre un ángulo o un detalle que los demás no veíamos.
Podría recordarle como el auténtico
precursor del periodismo multimedia, compaginando como un malabarista sus
crónicas en EL MUNDO, sus primeras incursiones digitales en Starmedia y su labor como analista
económico en sus directos de televisión ante la fachada sombría de Wall Street.
Podría
recordarle como el explorador
intrépido, con su bicicleta y su cámara a cuestas, abriéndose paso con un casco de obras entre las
ruinas humeantes de las torres gemelas la noche del 11-S, después de haber
contemplado atónito el impacto de los aviones desde la ventana de su luminoso
apartamento en el Village.
Podría hacer una lista necesariamente incompleta de sus
cualidades como periodista. Pero de todas ellas me quedo sin embargo con una,
la misma que le definía como persona
y que llevaba sin duda en la sangre: la honestidad.
De esto hablábamos mucho en nuestros
paseos ocasionales por el barrio: cómo escribir o no escribir, cómo superar el sesgo
inevitable y no perder el norte de la objetividad, cómo
denunciar al mismo tiempo la injusticia en una época en la que la consigna era
manipular.
En esto estábamos cuando acabamos una
tarde, como sin querer, a orillas del Hudson. Nos traíamos entre manos un
número especial para el aniversario del 11-S, y a él se le ocurrió escribirle una carta de amor a la ciudad.
Tenía dudas sobre cómo empezar y hasta dónde llegar. Al final escribió con el
río del corazón y de la conciencia...
Esa honestidad insobornable
y a prueba de bombas es
la que encontramos en sus crónicas de guerra. Iba 'empotrado' con el Ejército
norteamericano, y él asumía las ventajas y las limitaciones. Se hizo amigo del
mayor Stephen Frietch y de Michael Weber (era imposible no hacerse amigo de
Julio), pero tuvo muy claro que ni siquiera en una situación de vida o muerte
iba tirar por la ventana polvorienta su principio irrenunciable.
Julio murió en el ejercicio puro y
duro de la honestidad, y es asombroso comprobar cómo todos y cada uno de sus
últimos compañeros de viaje resaltaron esa cualidad en él. "Voy a hacer
esto y me voy a volver a casa; ya he tenido bastante", le dijo al mayor
Frietch cuando acamparon con la Segunda Brigada en las puertas de Bagdad. "Julio fue muy honesto: me dijo que lo
consideraba muy peligroso", recordó el enviado especial de
'Los Angeles Times' David Zucchino, que decidió jugársela y entrar en la ciudad
en un tanque Bradley junto al coronel David Perkins.
Por prudencia y por intuición, Julio
decidió quedarse en el Centro de Operaciones, y despachar por radio con el
coronel Perkins. Ya tendría tiempo para destilar esa amarga sensación de
'victoria' que en el fondo no compartía. En los momentos finales le asaltaron
terribles dudas, y probablemente llegó a pensar en lo que le esperaba a la
vuelta.
No quería medallas, de ahí el libro que le dedicamos sus colegas,
con referencia sentida a Mario Benedetti: 'Batalla sin medalla'. Había visto el horror de la
guerra no desde la trinchera, sino en la primera línea de fuego. Ya no
necesitaba probarse a sí mismo ni demostrar nada a nadie. Podía seguir siendo
el que era, orgulloso de sus dos apellidos, y escribir como siempre lo hizo.
Pura honestidad.
Julio A. Parrado falleció el 7 de
abril de 2003 en la guerra de Irak, víctima de un misil mientras se encontraba en un centro de
comunicaciones del ejército de EEUU, contra el que se produjo el ataque.
Carlos Fresneda era corresponsal de EL MUNDO en EEUU en 2003
y trabajó junto a Julio A. Parrado.